En el mundo hay dos clases de personas: los millonarios y los que no lo sois. Formar parte de ese primer grupo puede depender de muchas variables, como por ejemplo, heredar una fortuna familiar, tener un golpe de suerte, disponer de una mente privilegiada o de un talento especial. En ocasiones es la suma de varios factores lo que lleva a la persona a llenarse los bolsillos. Es el caso de Steven Spielberg, uno de los directores más talentosos de la historia del cine, y probablemente el más conocido a nivel mundial (con permiso de Pedro Almodóvar.)
Spilby, feliz, posando ante la cámara
Spilby, como le llaman sus amigos, comenzó a estudiar cine en la Universidad Estatal de California, Long Beach, a mediados de los sesenta. Sin embargo no llegó a terminar, pues le ofrecieron un puesto como “becario” en los Universal Studios, donde trabajó siete días a la semana sin cobrar un dólar. Desde entonces las cosas no le fueron mal. Rodó películas que rompieron en taquilla como Tiburón, E.T, Indiana Jones o Jurassic Park, y ganó dos Oscars y cinco Globos de Oro, convirtiéndose en uno de los directores más prestigiosos de Hollywood.
Su talento le llevó a alcanzar la fama mundial y a pertenecer a ese primer grupo del que hablaba al principio de la entrada. Y entonces, treinta y tres años después de haber dejado la universidad, decidió hacer algo que sólo una persona de su posición se podría permitir. Por aburrimiento, por orgullo, o quien sabe por qué motivo, decidió retomar sus estudios. Y como proyecto de fin de carrera presentó el que es posiblemente uno de los mejores trabajos que ningún profesor universitario haya tenido que corregir jamás: La Lista de Schindler.
Así sí, Spilby.